Un páramo abandonado, dos fosas y una misma historia. Como si fuera un resumen de su vida como país, el suelo de Titanyen, ubicado a una hora de la capital de Haití, está lleno de cadáveres.
Bajo el montón de tierra blanca sobre el que crece la maleza están el pasado y algunas de las miles de víctimas que nadie reclamó nunca y que dejó el terremoto del mes de enero. Bajo el otro montón de arena, la que acaban de remover las máquinas, está el presente y algunos de los más de 1.100 cadáveres que ha dejado hasta el momento el cólera.
Pero lo peor de este abandonado descampado no es que aquí estén amontonados y arrojados como apestados trozos de carne, los cuerpos de Etienne, Andreé, Margarite, Eugene o Leonard.... si no que la fosa, como un macabro presagio, parece dibujar también el futuro de Haití y sigue abierta esperando más cuerpos.
Ni hablar de funerales o entierros dignos. El gobierno haitiano ha improvisado una brigada de funcionarios que, vestidos con un chubasquero amarillo y una mascarilla, recorren la capital recogiendo los cadáveres, fumigándolos y tapándoles con grima y algodón cada uno de los orificios; nariz, orejas, ano.
Un ritual es de obligado cumplimiento e impuesto por las autoridades sanitarias antes de amontonar los cadáveres en la parte trasera del camión. Aquí no hay funerales ni una despedida digna porque las viejas creencias religiosas, que tratan como apestados a los enfermos, han espantado a los familiares de los hospitales y los funerales, explica Lucanor Pierre pastor baptista de la iglesia de Saint Marc.
El Mundo